
Girar sobre nuestros talones 180 grados y amar lo que nos da asco de nosotros mismos
- Marcelo Gallo
- 2 days ago
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Introducción
En Stutz (2022), Jonah Hill se expone en un gesto incómodo: reconoce que se avergüenza de su propia imagen en pantalla. Esta confesión, aparentemente menor, conecta con una tradición filosófica, clínica y cultural que atraviesa los últimos tres siglos. Desde Kierkegaard hasta Butler, desde Winnicott hasta Kristin Neff, la vergüenza aparece como un punto neurálgico: lo que nos aleja de nosotros mismos, pero también lo que nos ofrece la posibilidad de reconciliación.
Ese giro —dar media vuelta y mirar de frente lo que rechazamos— se convierte en metáfora para una época donde las pantallas multiplican identidades a velocidades nunca antes vistas, generando un contraste brutal entre la perfección ficcional y la imperfección radical de la vida encarnada.
1. El yo que se niega: Kierkegaard, Nietzsche y Sartre
Kierkegaard advertía que la desesperación es “querer no ser uno mismo” (La enfermedad mortal, 1849). Jonah Hill encarna esa desesperación al sentirse desgajado de su propia imagen. Nietzsche, por su parte, nos invita a sospechar que lo que despreciamos no es “naturalmente” repulsivo, sino efecto de valores históricamente impuestos (La genealogía de la moral, 1887). Lo bajo, lo grosero, lo asqueroso pueden ser revalorizados como afirmaciones de la vida.
Sartre, en El ser y la nada (1943), nos recuerda que la vergüenza surge al sentirnos observados. Hill no solo se mira a sí mismo: se sabe visto por millones. Pero el gesto radical es reapropiar esa mirada, convertirla en espacio de reconocimiento antes que de humillación.
2. Lo abyecto y la reconciliación: Kristeva y Butler
Julia Kristeva (Poderes de la perversión, 1980) definió lo abyecto como aquello que rechazamos con asco, pero que, paradójicamente, constituye nuestra identidad. Lo que Hill desprecia de sí —su cuerpo, su vulnerabilidad— es también su materia de vida. Girar sobre nuestros talones y mirarlo de frente es el movimiento que permite integrar lo abyecto.
Judith Butler, en Vida precaria (2004), insiste en que la vulnerabilidad no es un defecto, sino la base de la interdependencia humana. Aquello que queremos ocultar —la fragilidad, la imperfección— es lo que nos vuelve capaces de ser con otros. La vergüenza compartida deja de ser caída para convertirse en vínculo.
3. Velocidad y multiplicación de identidades
El siglo XXI añade un componente nuevo: la velocidad de circulación de imágenes. Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio (2010), muestra cómo el imperativo de productividad y exposición genera cuerpos agotados. En redes sociales, la identidad ya no se construye lentamente: se despliega en tiempo real, como un feed que nunca se detiene.
El yo proyectado en pantallas —cuerpos editados en Instagram, personajes perfectos en ficciones audiovisuales, narrativas heroicas en videojuegos— se vuelve medida de comparación constante. Allí surge el contraste doloroso: frente a esas identidades pulidas y aceleradas, nuestro ser imperfecto, lleno de pliegues, arrugas y torpezas, aparece como un escándalo.
El efecto es doble: por un lado, la fascinación por “los otros que parecen enteros”; por otro, la repulsión hacia nuestras propias grietas.
4. Psicoanálisis, psicología y la clínica de la vergüenza
Winnicott subrayó que el “verdadero self” solo aparece cuando dejamos caer las defensas y toleramos la vulnerabilidad. La vergüenza, en esta clave, marca el límite entre el self verdadero y el falso self de la adaptación.
Lacan recordaba que lo rechazado retorna: lo que negamos de nosotros insiste como síntoma. La clínica lo confirma: la vergüenza y el asco hacia sí mismo no desaparecen por negación, sino por elaboración simbólica.
Más recientemente, Kristin Neff propone la autocompasión como práctica transformadora: tratarnos como trataríamos a un amigo en sufrimiento. Girar 180 grados no es resignarse, sino dirigir hacia lo rechazado la ternura que nunca le ofrecimos.
5. El cine como dispositivo de confrontación
El cine ha sido un laboratorio privilegiado de la vergüenza. Bergman en Persona (1966) exploró cómo la identidad se fragmenta frente al espejo del otro. Lars von Trier llevó al extremo el rechazo de sí en Antichrist (2009). Xavier Dolan mostró cómo la fragilidad masculina encuentra en la exposición un camino hacia la verdad (Mommy, 2014).
En esta genealogía, Stutz ocupa un lugar singular: un actor mainstream que se sienta con su terapeuta y convierte la vergüenza en espectáculo, pero sin cinismo. Su confesión, que podría ser debilidad, se vuelve gesto filosófico y político: mostrar que la fragilidad también merece pantalla.
6. La paradoja de la vergüenza
El asco hacia uno mismo es intensificado por la cultura de la imagen, pero también se vuelve un lugar de encuentro. Como sugiere Žižek, lo que rechazamos retorna como síntoma; y como subraya Yalom en El don de la terapia (2001), lo que parece individual se revela compartido en la mirada grupal.
Así, la vergüenza no es mero obstáculo: es el pasaje por el que todos transitamos. En su reverso, puede abrir la puerta al amor propio, entendido no como autoidealización, sino como aceptación activa de la imperfección.
Conclusión
Girar sobre nuestros talones 180 grados y mirar lo que nos da asco de nosotros mismos es un gesto filosófico, clínico y cultural. Implica:
Aceptar, como Kierkegaard, el peso de ser uno mismo.
Revalorizar, como Nietzsche, lo bajo y lo despreciado.
Reapropiar, como Sartre, la mirada del otro.
Cuidar, como Foucault, el sí mismo en su fragilidad.
Integrar, como Kristeva, lo abyecto que nos constituye.
Reconocer, como Butler, la vulnerabilidad como lazos sociales.
Practicar, como Neff, la autocompasión radical.
En la era de pantallas que multiplican identidades perfectas a velocidades inhumanas, la apuesta más radical es reconciliarnos con nuestro yo imperfecto.
Como en Stutz, lo que da vergüenza se convierte en puente: el lugar donde dejamos de huir de nosotros mismos y empezamos a habitar, por fin, nuestra propia humanidad.
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