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Somos los fantasmas del futuro 2 .

  • Writer: Marcelo Gallo
    Marcelo Gallo
  • May 5
  • 2 min read




Somos los fantasmas del futuro de nuestros hijos

(una meditación a partir de una película de ciencia ficción)


Una vez, mientras miraba Interstellar por segunda vez, me detuve en una frase que no había registrado la primera:

“Desde que nacemos, somos los fantasmas del futuro de nuestros hijos.”


No estaba seguro de haberla entendido del todo. No en el sentido lógico, al menos.

Pero sentí algo —como cuando una palabra olvidada de golpe tiene peso, gravedad, como si la hubieras escuchado antes en un sueño.


Me quedé pensando en eso. ¿Qué quiere decir ser un fantasma en el futuro de alguien?

¿Acaso no son nuestros padres los fantasmas de nuestro pasado?

¿No somos nosotros los que arrastramos sus voces como ecos en habitaciones vacías?


Pero esa frase cambia el eje.

Nos ubica adelante, como una presencia que todavía no ocurrió,

como una sombra que ya está esperando en el camino de nuestros hijos.





Recordé a mi hija dormida. Tiene cinco años.

A veces dice cosas que no sé de dónde sacó. Palabras mías, gestos míos, pero con otra música.

Como si la estuviera influenciando sin saberlo. Como si cada error mío, cada duda,

quedara impresa en algún rincón de su alma futura.


Entonces entendí:

no se trata de aparecer como un espíritu que se manifiesta desde el más allá,

sino de algo más sutil, más inquietante:

la certeza de que cada cosa que hacemos está esculpiendo la memoria emocional de alguien más.





En la película, el padre se convierte literalmente en el fantasma de su hija:

atraviesa el tiempo desde una dimensión imposible y se comunica con ella.

Pero más allá de la ciencia ficción, el gesto es el mismo que hacemos todos,

cada vez que actuamos por amor sin saber si eso llegará a destino.

Cada vez que criamos con la esperanza de que algo de lo que somos sobreviva.


Lo hermoso —y lo trágico— es que no podemos saberlo.

Porque uno no elige qué recuerda el otro.

No se eligen los fantasmas que quedan.





Quizás por eso la película se siente tan humana.

No es sobre el espacio. Es sobre el vacío.

Sobre el intento desesperado de llenar un hueco,

de reparar una ausencia que se vuelve más pesada cuanto más tiempo pasa.


Y al final, cuando el protagonista deja que su hija se despida del padre que nunca tuvo,

hay algo profundamente reparador:

no siempre conseguimos lo que queríamos, pero a veces encontramos algo mejor.


Un reconocimiento. Una verdad que estaba ahí, todo el tiempo, esperándonos.





Somos los fantasmas del futuro de nuestros hijos.

No como figuras tenebrosas, sino como presencias flotantes,

como una melodía que sigue sonando en otra habitación.


Y tal vez el único consuelo —y la única responsabilidad—

es que podemos elegir qué tipo de fantasmas queremos ser.


 
 
 

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