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El duelo en vida como proceso de revisión, implicación y creación de nuevos patrones

  • Writer: Marcelo Gallo
    Marcelo Gallo
  • Nov 19
  • 6 min read







Hacia una comprensión clínica más profunda de lo que ocurre cuando perdemos a alguien que sigue vivo



Perder un vínculo importante mientras la otra persona continúa existiendo en el mundo produce una herida de una complejidad singular. No es el silencio definitivo de la muerte, sino una presencia ausente que sigue habitando la memoria corporal y emocional. La psicología contemporánea, al integrar aportes de neurociencias, teorías del desarrollo, enfoques terapéuticos y clínicos del self, entiende este proceso como una reorganización profunda de los patrones que una relación dejó inscritos en nosotros. En este tipo de pérdida no se trata tanto de desaprender lo vivido, sino de implicarlo conscientemente, revisarlo con honestidad y permitir que la experiencia se transforme en la base para generar nuevos modos de ser.


La investigación de Allan Schore y Daniel Siegel sobre el aprendizaje afectivo temprano muestra que los vínculos no solo nos acompañan: nos moldean. Con el tiempo, la repetición de gestos, ritmos emocionales y modos de regulación conjunta instala en el sistema nervioso patrones automáticos que dan forma a la identidad cotidiana. El cerebro comienza a anticipar la presencia del otro, a imaginar sus reacciones, a modular la voz o el humor según ese vínculo. Esos aprendizajes implícitos —la forma en que respiramos frente al otro, cómo nos calmamos, cómo nos presentamos, qué decimos y qué callamos— quedan inscriptos como rutas neuronales disponibles incluso cuando la relación ya no existe. El duelo en vida, por lo tanto, comienza como una especie de desorientación fisiológica: los nervios siguen buscando a quien ya no está.


Pauline Boss conceptualizó esta condición como una “pérdida ambigua”. En su modelo, la mente queda atrapada en una tensión irresoluble: la persona sigue viva, pero su disponibilidad afectiva ha desaparecido. No hay funeral que marque el cierre, no hay ritual que legitime la distancia, no hay confirmación definitiva de que la relación no volverá. Esta ambigüedad genera un estado intermedio en el que el cerebro oscila entre la añoranza y la defensa, y donde la identidad debe reorganizarse sin los hitos claros que acompañan a la pérdida por muerte. La ambigüedad, según Boss, no solo dificulta el duelo sino que prolonga la duda: ¿qué de lo aprendido todavía sirve?, ¿qué ya no tiene lugar?, ¿y qué parte de mí quedó detenida en un vínculo que ya no existe?


Desde los enfoques terapéuticos contemporáneos, este proceso es entendido como un ejercicio de integración más que de borramiento. El modelo de IFS (Internal Family Systems), desarrollado por Richard Schwartz, sugiere que cada relación externa se vuelve una presencia interna. Las partes que aprendieron a proteger, a complacer, a agradar, a esforzarse o a defenderse frente a la persona con la que hoy ya no estamos siguen existiendo dentro de nosotros. El duelo en vida implica, entonces, reconocer esas partes internas, escucharlas, entender cómo se formaron y qué necesidades trataban de resolver. No podemos expulsarlas sin lastimarnos: debemos darles un nuevo espacio dentro de una narrativa más amplia y actualizada.


Por su parte, la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT) plantea que la clave está en flexibilizar la relación con los pensamientos y emociones que quedaron atrapados en la historia del vínculo. Steven Hayes afirma que el sufrimiento surge cuando quedamos fusionados con relatos internos que ya no corresponden al presente. En el duelo en vida, esto aparece como esa tendencia a interpretar la vida actual desde las predicciones aprendidas con la persona perdida. ACT propone crear una distancia funcional que permita reconocer esos patrones sin quedar gobernados por ellos. La pérdida se vuelve así una oportunidad para alinear las acciones con valores propios, y no con lo que alguna vez se necesitó para sostener una relación que ya no está.


La psicología narrativa aporta otra capa esencial. Michael White y David Epston plantean que las relaciones construyen historias dominantes: formas de entendernos a nosotros mismos que se organizan en torno al otro. Cuando una relación se rompe, esa historia queda inconclusa. No hay desenlace, no hay cierre, no hay moraleja. Reescribirla requiere un gesto activo de agencia: preguntarnos qué significó realmente esa relación, qué partes de la historia quiero conservar como fuente de aprendizaje y qué partes ya no representan quién soy ahora. La narrativa no borra la experiencia, sino que la reubica.


Desde la psicología del desarrollo, autores como Daniel Stern explican que cada vínculo importante sostiene una forma particular del “self-en-relación”. Con cada persona somos un matiz distinto de nosotros mismos. Cuando ese vínculo desaparece, ese modo de ser también muere. El duelo en vida es la reconstrucción de esa identidad parcial que se sostenía en la interacción. Fonagy y la escuela de la mentalización subrayan que este proceso requiere una capacidad adulta para sostener la complejidad sin caer en interpretaciones simplistas: no todo fue perfecto, no todo fue dañino, no todo fue responsabilidad del otro ni responsabilidad propia. La mentalización permite ver la historia con matices, reconocer intenciones y fallas, y entender que ambos actuaron desde sus propios recursos emocionales limitados.


Winnicott introduce otra idea fundamental: la continuidad del self. Las relaciones estables generan un campo transicional donde la identidad se mueve con seguridad. La pérdida abrupta de ese campo puede generar un sentimiento de discontinuidad: una fractura interna donde algo que estaba apoyado en un otro queda sin sostén. El duelo en vida es entonces una búsqueda de continuidad a través de nuevos apoyos internos, nuevos contextos y nuevas prácticas.


Todo este proceso puede pensarse como un tríptico: revisar, concientizar e implicar.


Revisar implica volver sobre la historia con una mirada adulta que comprenda las dinámicas, roles y aprendizajes que surgieron en la relación. No se trata de rumiar, sino de entender. Revisar permite nombrar lo que antes era solo sensación: qué pedí, qué recibí, qué di, qué perdí, qué generó tensión, qué generó crecimiento. Implica ver la relación como algo que existió en un contexto y con una lógica emocional determinada, sin idealización ni desprecio.


Concientizar es llevar al cuerpo esta comprensión. Es reconocer que muchas de las respuestas que hoy aparecen —desde el tono de voz hasta el modo de reaccionar ante un conflicto— tienen raíces en ese vínculo pasado. La memoria somática, como plantea Peter Levine, continúa activándose incluso cuando racionalmente ya sabemos que la relación terminó. Concientizar es hacer visible lo que quedó automatizado, y esto abre espacio para la transformación.


Finalmente, implicar es la parte creativa: generar patrones nuevos que correspondan a la persona que somos hoy. Aquí entra Lisa Feldman Barrett con su teoría de las emociones como predicciones. Si el cerebro predice desde aprendizajes viejos, repetirá guiones viejos. Si le ofrecemos nuevas experiencias, nuevas decisiones y nuevas formas de estar, el cerebro actualizará sus predicciones. Implicar es elegir qué versiones de mí quiero fortalecer ahora que el vínculo ya no existe. Es la parte activa y madura del duelo, donde los aprendizajes del pasado se integran como recursos en lugar de permanecer como condicionamientos.


Cuando el duelo en vida avanza, no desaparece la historia: se reorganiza su función. Deja de ser el filtro desde el cual interpreto cada relación nueva y pasa a ser un capítulo que explica parte de mi desarrollo, pero no determina mi futuro. El vínculo ya no retorna como un “modelo interno que gobierna”, en términos de Bowlby, sino como un material biográfico que ilumina quién fui, qué necesitaba y cómo crecí.


Con el tiempo, la pérdida deja de sentirse como una ausencia y empieza a vivirse como una reorganización. Ya no se trata de cerrar una puerta, sino de abrir la arquitectura interna a nuevas posibilidades. Perder a alguien vivo es, finalmente, actualizar la vida que esa relación ayudó a moldear, pero sin quedar atrapados en sus límites.





Preguntas disparadoras para consultantes



  1. Si miraras tu historia con esa persona como un capítulo de un libro, qué partes te gustaría subrayar y cuáles preferirías reescribir?

  2. Qué hábitos emocionales o conductuales notás que siguen funcionando como si esa relación siguiera activa?

  3. Qué partes de vos mismo se fortalecieron en esa relación y cuáles se adormecieron?

  4. Qué aprendiste a hacer para sostener ese vínculo que hoy ya no necesitás para tu vida actual?

  5. Qué nuevas formas de estar con otros te gustaría empezar a practicar que antes no podían aparecer?

  6. Qué necesitarías decir —aunque sea solo simbólicamente— para marcar un cierre emocional?

  7. Cómo se siente tu cuerpo cuando pensás en esa persona, y qué cambios corporales desearías entrenar en esta nueva etapa?



 
 
 

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© 2025 by Marcelo Gallo de Urioste, Licenciado en Psicología. 

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