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Trastorno Afectivo Estacional: una perspectiva evolutiva, neurobiológica y sociocultural

  • Writer: Marcelo Gallo
    Marcelo Gallo
  • Jun 30
  • 5 min read


Introducción



El Trastorno Afectivo Estacional (TAE), también conocido como depresión estacional, ha sido históricamente comprendido como una variante del trastorno depresivo mayor caracterizado por la aparición recurrente de síntomas depresivos durante los meses de menor exposición solar, típicamente en otoño e invierno (Rosenthal et al., 1984). Sin embargo, diversos enfoques desde la psicología evolutiva y la biología comparada sugieren que los mecanismos subyacentes al TAE pueden haber cumplido funciones adaptativas en el pasado evolutivo de la especie humana (Kurlansik & Ibay, 2012; Raison & Miller, 2013).


Este artículo propone que ciertos síntomas característicos del TAE —letargo, hipersomnia, anhedonia leve, retraimiento social y aumento del apetito— pueden entenderse como parte de una estrategia biológicamente conservada de ahorro energético y preservación frente a condiciones ambientales adversas. A su vez, se plantea cómo las condiciones socioculturales contemporáneas generan un desfase (mismatch) entre nuestros sistemas neuroendocrinos y los requerimientos funcionales de la vida moderna, y se discuten estrategias compensatorias posibles desde una perspectiva contextual y ecológica.





Bases evolutivas: del letargo al resguardo



Diversos modelos en biología evolutiva han planteado que ciertas variantes de funcionamiento psicológico, incluidas formas leves de conducta depresiva, pueden representar adaptaciones pasadas que han perdido su valor adaptativo en contextos modernos (Nesse & Williams, 1994). Desde esta perspectiva, el TAE puede considerarse un ejemplo de una “respuesta adaptativa desactualizada” (Hagen, 2011).


Durante la evolución del Homo sapiens en entornos con estaciones marcadas, los inviernos representaban períodos de alto riesgo para la supervivencia: temperaturas extremas, menor disponibilidad de alimento, mayor vulnerabilidad a enfermedades e imposibilidad de realizar actividades reproductivas o de recolección eficaz. Frente a estos desafíos, la disminución espontánea de la actividad exploratoria, del deseo sexual, de la iniciativa social y del nivel energético general podría haber funcionado como una forma de regulación conductual y metabólica orientada a conservar recursos y evitar riesgos (Watson et al., 2016).


Es relevante destacar que en otras especies de mamíferos se han observado patrones análogos de letargo estacional, sin llegar a la hibernación fisiológica, lo cual respalda la plausibilidad biológica de esta hipótesis (Heldmaier & Ruf, 1992).





Neurobiología de la luz, la serotonina y la modulación afectiva



Numerosas investigaciones han demostrado que los ritmos circadianos y la exposición a la luz solar juegan un rol fundamental en la regulación del ánimo humano. La melatonina y la serotonina —ambas influenciadas por los ciclos de luz/oscuridad— están implicadas en la modulación del sueño, el apetito, la energía vital y la estabilidad afectiva (Lam & Levitan, 2000).


La disminución de luz natural durante los meses de invierno se asocia con una alteración en la producción de serotonina, particularmente en individuos con ciertas variantes del gen transportador 5-HTTLPR (Caspi et al., 2003; Rosenthal et al., 1984). Esta sensibilidad genética puede haber ofrecido ventajas en climas extremos, al favorecer conductas de resguardo, pero se vuelve problemática en contextos donde la continuidad productiva es obligatoria.





Desfase adaptativo y entorno sociocultural



En el siglo XX, la consolidación de un modelo productivo urbano-industrial impuso ritmos constantes a lo largo del año, sin respetar la estacionalidad del cuerpo humano. La invención de la iluminación artificial y la arquitectura cerrada redujeron significativamente la exposición a la luz solar (Wurtman, 1989), mientras que los modelos laborales lineales y estandarizados reforzaron la demanda de un rendimiento continuo.


Este fenómeno ha sido conceptualizado como un mismatch evolutivo, donde estructuras fisiológicas adaptadas a un entorno variable y estacional se encuentran forzadas a funcionar en marcos de exigencia homogénea (Gluckman & Hanson, 2006). El TAE, en este sentido, puede leerse no solo como una vulnerabilidad individual, sino como el resultado de una tensión crónica entre biología y cultura.





El peligro de la rendición pasiva



Si bien es esperable experimentar un descenso moderado en la energía y la motivación durante el invierno, es crucial evitar la trampa de la entrega total a la pasividad. Diversos estudios han mostrado que la inactividad sostenida y el aislamiento prolongado pueden amplificar síntomas depresivos y reducir las probabilidades de recuperación espontánea (Jacobsen et al., 2013).


No se trata de ignorar las señales del cuerpo, sino de articular un equilibrio entre descanso y activación adaptativa. Esto implica desarrollar estructuras mínimas de actividad diaria, mantener conexiones sociales significativas, exponerse a la luz natural en los horarios más luminosos del día y sostener una nutrición adecuada.





Hacia una ecología de la regulación afectiva



El contexto contemporáneo ofrece, paradójicamente, nuevas herramientas para reducir el impacto del TAE sin negar su base biológica:


  • La posibilidad de organizar rutinas laborales más flexibles gracias al trabajo remoto.

  • El diseño de entornos más amigables con la luz natural y la naturaleza urbana.

  • La implementación de tecnologías de fototerapia y estrategias de cronoterapia basadas en evidencia (Golden et al., 2005).

  • La incorporación de prácticas de autorregulación como la actividad física leve, el contacto social regular y las intervenciones psicoterapéuticas orientadas al cuerpo.



Estas acciones no buscan suprimir el invierno interno, sino habitarlo con mayor conciencia, estructura y sostén cultural, respetando la ciclicidad de la vida sin quedar atrapados en ella.





Conclusión



Lejos de ser una falla, la tristeza estacional puede comprenderse como una forma de memoria adaptativa del cuerpo humano. En tiempos donde la exigencia productiva y la desconexión ambiental generan una presión constante sobre nuestros ritmos biológicos, es vital construir entornos —físicos, sociales y simbólicos— que permitan amortiguar ese desfasaje y reestablecer formas de vida más integradas.


La clave no está en evitar el invierno, sino en no rendirse a él, y en cultivar condiciones que nos permitan atravesarlo con dignidad y presencia.





Referencias



  • Caspi, A., Sugden, K., Moffitt, T. E., et al. (2003). Influence of life stress on depression: moderation by a polymorphism in the 5-HTT gene. Science, 301(5631), 386–389.

  • Gluckman, P., & Hanson, M. (2006). Mismatch: The Lifestyle Diseases Timebomb. Oxford University Press.

  • Golden, R. N., Gaynes, B. N., Ekstrom, R. D., et al. (2005). The efficacy of light therapy in the treatment of mood disorders: A review and meta-analysis of the evidence. The American Journal of Psychiatry, 162(4), 656–662.

  • Hagen, E. H. (2011). Evolutionary theories of depression: a critical review. Canadian Journal of Psychiatry, 56(12), 716–726.

  • Heldmaier, G., & Ruf, T. (1992). Body temperature and metabolic rate during natural hypothermia in endotherms. Journal of Comparative Physiology B, 162(8), 696–706.

  • Jacobsen, J. C., Weinstock, J., & Rosenfield, E. (2013). Seasonal affective disorder and seasonal variation in depressive symptoms: a meta-analytic review. Psychological Medicine, 43(11), 2259–2268.

  • Kurlansik, S. L., & Ibay, A. D. (2012). Seasonal Affective Disorder. American Family Physician, 86(11), 1037–1041.

  • Lam, R. W., & Levitan, R. D. (2000). Pathophysiology of seasonal affective disorder: a review. Journal of Psychiatry & Neuroscience, 25(5), 469–480.

  • Nesse, R. M., & Williams, G. C. (1994). Why We Get Sick: The New Science of Darwinian Medicine. Times Books.

  • Raison, C. L., & Miller, A. H. (2013). The evolutionary significance of depression in Pathogen Host Defense (PATHOS-D). Molecular Psychiatry, 18, 15–37.

  • Rosenthal, N. E., Sack, D. A., Gillin, J. C., et al. (1984). Seasonal affective disorder: a description of the syndrome and preliminary findings with light therapy. Archives of General Psychiatry, 41(1), 72–80.

  • Watson, P., Andrews, P. W., & Huxley, T. (2016). Adaptationist perspectives on depression: evidence for the role of rumination in promoting analytical reasoning. Journal of Affective Disorders, 190, 224–232.

  • Wurtman, R. J. (1989). The involvement of brain serotonin in disorders of affect and behavior. Progress in Brain Research, 73, 213–218.


 
 
 

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