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Inventar el refugio: Dios, sentido y la arquitectura simbólica de la calma.

  • Writer: Marcelo Gallo
    Marcelo Gallo
  • Jul 14
  • 5 min read

Por Revista Coco


“Si Dieu n’existait pas, il faudrait l’inventer.” — Voltaire



I. El anhelo detrás del mito



Si Dios no existiera, ¿habría que inventarlo? Tal vez lo que estamos intentando inventar desde siempre no es exactamente a Dios, sino algo más profundo y menos definido: el refugio. Un lugar de pertenencia, de calma, de amor incondicional. Una arquitectura simbólica para vivir sin perdernos. A ese lugar —intimidad segura, sentido último, red invisible que sostiene la vida— muchas culturas lo han llamado Paraíso.


El Paraíso no es solo un destino después de la muerte, sino una aspiración encarnada en los vínculos, en la compasión cotidiana, en los gestos que dan sentido. Esa necesidad profunda de refugio psíquico explica por qué la humanidad ha inventado una y otra vez a sus dioses, a sus relatos sagrados, a sus figuras tutelares. Y también por qué buscamos, incluso hoy, nuevos íconos donde proyectar ese anhelo: líderes, celebridades, influencers.



II. Crisis de sentido y necesidad de estructura



Viktor Frankl decía que el sufrimiento se vuelve insoportable cuando no tiene sentido. Esa frase cobra fuerza en una era atravesada por crisis existenciales, diagnósticos psiquiátricos crecientes y un mercado que vende propósito empaquetado. Sin una red simbólica que organice la experiencia, la vida puede parecer una secuencia absurda de estímulos y pérdidas.


Jung afirmaba que “la adicción es un intento fallido de alcanzar una experiencia espiritual”. Muchas personas buscan alivio en sustancias, compulsiones o ídolos no porque estén enfermas, sino porque están vacías de algo más hondo. Lo que se persigue, muchas veces sin saberlo, es una sensación de conexión trascendente. Cuando esa necesidad no encuentra cauce simbólico, se vuelve peligrosa.



III. La religión como herramienta de orden



La religión, históricamente, ha cumplido la función de contener el caos. No solo otorga respuestas: organiza el comportamiento, canaliza la violencia, estructura la esperanza. René Girard planteaba que el origen de los rituales religiosos es la necesidad de evitar el estallido de la violencia mimética, es decir, del deseo imitado y competitivo. Los ritos y sacrificios simbólicos eran formas de apaciguar tensiones sociales que, de otro modo, estallarían.


De hecho, la religión del conquistador suele transformarse en religión oficial. No porque sea más verdadera, sino porque justifica el orden establecido. Brinda una narrativa de legitimidad. Y al hacerlo, también impone una idea de justicia, de culpa, de autoridad. La violencia estatal encuentra en ella un manto simbólico. Pero también un límite: el ideal religioso busca reducir la violencia al mínimo necesario para sostener el equilibrio.



IV. Dios, castigo y la autoridad moral



Si Dios es amor, ¿puede castigar? Y si la espiritualidad es refugio, ¿puede justificar el daño?


Muchas religiones han legitimado castigos brutales en nombre de la pureza, del deber o del bien común. Pero hoy sabemos que el castigo paraliza, traumatiza, endurece. Una espiritualidad madura no debería castigar para educar. Debería ofrecer caminos de reparación, cuidado, transformación.


Una religión que castiga, que excluye, que segrega, no construye Paraíso. Lo caricaturiza. Y al hacerlo, pierde su función central: sostener simbólicamente la vida, no dominarla.



V. La fuerza de los líderes y la obediencia en masa



El ser humano es narrativo, social y jerárquico. En contextos extremos —guerras, linchamientos, disturbios— nuestra estructura gregaria se activa. Nos alineamos con quien parece más fuerte, más convencido, más capaz de ordenar el caos. Esa tendencia se manifiesta en lo trágico, pero también en lo cotidiano: en los estadios, en las redes, en los boliches.


No somos insectos sociales como las abejas o las hormigas, pero compartimos con ellas una necesidad de cohesión. Y esa cohesión suele centralizarse en una figura: el rey, el profeta, el influencer. Por eso la pregunta más ética de todas es: ¿a quién sigo, y a dónde me lleva?


Ningún dios, ningún líder, ningún ídolo debería llevarnos a la destrucción de otro ser humano. Si lo hace, ha dejado de ser guía para convertirse en herramienta de dominio. El verdadero liderazgo espiritual no organiza el odio, sino la ternura.



VI. Ídolos, obsesión y sentido proyectado



Cuando John Lennon dijo en 1966 que los Beatles eran “más populares que Jesucristo”, no solo desató controversia: reveló una verdad sociológica. En un mundo que pierde religiosidad formal, las figuras públicas se vuelven recipientes del deseo colectivo. Algunos fans no solo admiran a sus ídolos: proyectan en ellos todo su sistema de sentido. Creen que les hablan a ellos, que los entienden, que los defraudan.


Casos extremos como el asesinato de Lennon, o los de Selena Quintanilla, Dimebag Darrell o Christina Grimmie, muestran cómo la adoración puede mutar en agresión cuando la fantasía se quiebra. Cuando el ídolo deja de encarnar el refugio.


La experiencia numinosa —esa sensación de estar conectado a algo mayor— no ha desaparecido. Solo se ha desplazado. Hoy ocurre en conciertos, en comunidades online, en movimientos de fans. Si esas experiencias no están sostenidas por marcos simbólicos ricos, pueden tornarse frágiles, incluso peligrosas.



VII. Lo íntimo como origen del Paraíso



Frente a todo esto, la clave está en recordar que el Paraíso no es un lugar colectivo al que se accede con entradas numeradas. Es una vivencia íntima. Ocurre cuando cuidamos y somos cuidados sin condiciones. Cuando una mano se extiende sin pedir nada. Cuando alguien nos mira con ternura, incluso en nuestra peor versión.


La religión, los ídolos, los símbolos, son mapas. Pero el territorio es la experiencia del amor encarnado. La del cuerpo que abraza, que perdona, que alimenta. Allí es donde empieza el refugio.



VIII. Conclusión: crear el refugio compartido



Tal vez no inventamos a Dios. Tal vez inventamos la esperanza. El refugio. La posibilidad de vivir sin miedo absoluto. No por sumisión, sino por comprensión mutua.


En tiempos de crisis de sentido, cada gesto amoroso, cada símbolo que calma, cada historia que consuela, se vuelve parte de la arquitectura simbólica que necesitamos. No para dominar, sino para vivir. No para castigar, sino para cuidar. No para seguir ciegamente, sino para caminar juntos.




Epílogo: Shambhala y el mapa invisible



En la tradición tibetana, se habla de Shambhala —a veces pronunciado Jambalá— como una tierra oculta más allá de las montañas nevadas, donde reina la sabiduría, la compasión y el equilibrio. No está en los mapas geográficos, pero sí en los mapas del corazón. No se llega con GPS, pero sí caminando con propósito.


Como toda utopía, Shambhala no se busca para ser encontrada, sino para que el viaje hacia ella nos transforme. Su poder está en ofrecernos una meta imposible que sin embargo nos mejora en el intento de alcanzarla.


Quizás por eso seguimos inventando dioses, líderes, paraísos: para no perder el norte. Para no dejarnos vencer por el caos. Para recordar que cada paso, si está guiado por amor, también es refugio.


En ese sentido, Jambalá es real. No por existir allá afuera, sino por lo que despierta acá adentro.


Bibliografía mínima recomendada:


  • Bering, J. (2011). The Belief Instinct. W. W. Norton.

  • Caputo, J. D. (2006). The Weakness of God. Indiana University Press.

  • Frankl, V. (1946). Man’s Search for Meaning. Beacon Press.

  • Girard, R. (1972). Violence and the Sacred. Johns Hopkins University Press.

  • Harari, Y. N. (2011). Sapiens. Harper.

  • Illouz, E. (2007). Cold Intimacies. Polity Press.

  • Jung, C. G. (1958). Psychology and Religion. Yale University Press.

  • Marshall, P. D. (1997). Celebrity and Power. University of Minnesota Press.

  • Tillich, P. (1951). Systematic Theology. University of Chicago Press.

  • Turner, V. (1969). The Ritual Process. Aldine Publishing.



 
 
 

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