
El Síndrome de Estocolmo y la economía del yo: Cuando amar al captor es un modo de ahorrar energía
- Marcelo Gallo
- Oct 6
- 5 min read
1. La economía del yo: Freud y la administración del dolor
Freud hablaba del aparato psíquico como una economía: cada emoción, cada defensa, cada recuerdo reprimido, implican un gasto.
El principio del placer —mal entendido como búsqueda de placer— es, en realidad, una búsqueda de menor tensión.
El yo, entonces, funciona como una oficina de contabilidad energética: calcula, reprime, invierte y redistribuye para mantener el sistema dentro del rango de tolerancia.
Pero cuando la amenaza es constante, resistir deja de ser rentable.
El sistema nervioso, agotado, elige adaptarse.
El síndrome de Estocolmo puede leerse como una decisión económica extrema:
convertir el miedo en afecto para conservar energía.
El cuerpo, saturado de cortisol, se rinde al parasimpático: baja el pulso, se apaga el impulso de huida, y la mente interpreta esa quietud como amor.
Es una tregua bioquímica, un ahorro de sufrimiento.
El yo, para sostener su coherencia, inventa una historia: “no soy víctima; estoy protegida”.
2. Amar para sobrevivir
Amar, en ese contexto, no es ternura, sino una estrategia de regulación.
El vínculo con el agresor activa circuitos de apego que reducen la angustia.
El alivio corporal se percibe como calma, y la calma como amor.
Así, el cuerpo ahorra energía y el yo ahorra disonancia.
El amor deja de ser elección y se convierte en una maniobra de homeostasis.
Una defensa que permite al organismo seguir vivo, al precio de su autonomía.
El yo se endeuda con quien le baja el estrés.
3. La familia como primera economía emocional
Esta lógica se aprende temprano.
En familias donde el afecto convive con el miedo, el niño descubre que amar a quien lo hiere es la única manera de no perder el mundo.
Su cuerpo se regula en la sumisión.
El amor se asocia con obediencia; la calma, con control.
Así se funda la primera economía del yo: aceptar dolor a cambio de pertenencia.
Y esa ecuación —tan primitiva como eficaz— se repite luego en parejas, amistades, jefes o Estados.
El cuerpo confunde lo familiar con lo seguro.
Y lo que duele, mientras sea predecible, se siente como hogar.
4. La angustia de no pertenecer
El mayor miedo no es el sufrimiento, sino el exilio.
Para el sistema nervioso, la exclusión es equivalente a la muerte.
Por eso, cuando alguien logra escapar del vínculo opresivo, muchas veces reproduce el cautiverio.
El yo busca lo conocido, el ciclo de amenaza y alivio.
La víctima, aislada, puede incluso idealizar al agresor: “solo ahí me sentía alguien”.
Y el agresor, incapaz de sostener vínculos horizontales, necesita dominar para no sentir el vacío.
Ambos orbitan el mismo eje: la necesidad desesperada de pertenecer.
4 bis. El gueto y la ficción de la agencia
En el gueto de Varsovia, durante la ocupación nazi, la Policía Judía encarnó la tragedia absoluta de esta lógica.
No fue solo colaboracionismo, sino una respuesta adaptativa en un sistema sin salida.
Algunos creían poder proteger a otros; otros solo intentaban sobrevivir un día más.
Aceptar una función dentro del orden del enemigo era una forma de aplazar la muerte y conservar un mínimo de identidad.
En términos freudianos, era una defensa económica: el yo reduciendo el gasto moral y emocional frente a una realidad insoportable.
Y en términos neurofisiológicos, un reflejo de freeze adaptativo: el cuerpo plegándose para sobrevivir, la conciencia justificando esa plegadura con un relato.
El trauma de ese dilema se transmite: hijos y nietos heredan, muchas veces sin saberlo, la obediencia como forma de amor, la culpa como forma de lealtad.
Lo que Freud llamó superyó severo se mezcla con el colapso dorsal de la teoría polivagal: una calma muerta, una quietud que encierra siglos de miedo.
4 ter. La pertenencia como salvación y condena
En contextos extremos, pertenecer se vuelve más importante que vivir.
No por cobardía, sino por biología: el aislamiento total es percibido como aniquilación.
El yo acepta una identidad degradada, una lealtad impuesta, con tal de mantener la continuidad.
Y esa obediencia deja marcas invisibles: familias que aún repiten la lógica del control, pueblos que temen el caos más que la injusticia, cuerpos que se calman solo cuando obedecen.
Desde la perspectiva de Internal Family Systems (IFS), podríamos decir que una parte del yo se convirtió en policía interior: un guardián que cree que obedecer es la única forma de proteger.
No es una parte mala; es una parte agotada.
Pero mientras siga al mando, la persona no puede acceder a su Self —ese estado de regulación y compasión desde el cual se puede sentir sin colapsar.
Reconocer esa parte, agradecerle su intento de protección y liberarla de su tarea es uno de los actos más profundos de reparación que un ser humano puede realizar.
5. Polivagal y trauma: el cuerpo como contable del alma
La teoría polivagal explica que, bajo amenaza prolongada, el cuerpo puede colapsar en una calma aparente: el modo parasimpático dorsal.
Allí el sujeto parece tranquilo, pero en realidad está disociado.
El síndrome de Estocolmo es esa fisiología traducida a relato:
el cuerpo congelado inventando una historia para justificar su quietud.
El yo no elige amar: el cuerpo elige no morir.
Y el yo, narrador de lo inevitable, le pone nombre a esa reacción: “amor”.
6. IFS: del yo fragmentado al Self regulado
Richard Schwartz propuso con IFS que no somos uno, sino muchos.
Dentro de cada persona viven partes heridas (exiles), partes que las protegen (managers, firefighters), y un núcleo llamado Self.
El Self no es una identidad, sino un estado de regulación compasiva: el sistema nervioso en coherencia, el corazón abierto, la mente curiosa.
Cuando estamos dominados por partes protectoras —como el policía interno del trauma— repetimos la economía del miedo.
Pero cuando el Self toma presencia, el cuerpo se calma sin necesitar control.
Ya no hace falta justificar al agresor ni odiarlo: basta con sentir el dolor sin colapsar.
Esa es la verdadera libertad: no tener que elegir entre pertenecer y existir.
IFS no destruye el yo, lo reorganiza.
Devuelve al Self el liderazgo interno.
Y donde antes había contabilidad de daño, instala confianza.
7. Reeducar el cuerpo a la libertad
Sanar no es escapar del pasado, sino enseñar al sistema nervioso que la libertad no mata.
El cuerpo debe aprender a tolerar la calma sin sumisión, la soledad sin amenaza.
Prácticas como mindfulness, respiración consciente y autocompasión fortalecen ese músculo invisible que nos permite descansar sin obedecer.
Desde IFS, eso significa que las partes dejan de luchar entre sí y reconocen al Self como guía.
El yo deja de ser una ficción que negocia con el trauma y se vuelve un campo donde todas las partes pueden coexistir sin miedo.
8. Epílogo: romper la contabilidad del dolor
El síndrome de Estocolmo revela la raíz económica del yo: un intento perpetuo de equilibrar el presupuesto del sufrimiento.
Pero cuando el Self aparece, la contabilidad se detiene.
La mente deja de justificar.
El cuerpo respira sin permiso.
Y por fin, la calma no depende de amar al captor, sino de dejar de ser prisionero de la historia.
Quizás esa sea la verdadera economía del yo:
el instante en que el silencio no es sumisión, sino soberanía.





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