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Del héroe colectivo al profeta armado: el giro trágico de Oesterheld

  • Writer: Marcelo Gallo
    Marcelo Gallo
  • Oct 11
  • 5 min read

De la resistencia humanista al peligro del mito en la era de la inteligencia artificial



Por Marcelo Gallo de Urioste — Revista Coco


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1. El hombre común frente a lo extraordinario



Cuando en 1957 apareció El Eternauta en las páginas de Hora Cero, Héctor Germán Oesterheld propuso algo radical para la historieta argentina: un héroe que no era un elegido, sino un hombre común.

Juan Salvo no tenía poderes ni destino manifiesto. Tenía una casa, una familia, amigos, una mesa de truco.

Era —como decía Oesterheld— “el héroe colectivo”, el que emerge de la cooperación y la solidaridad ante la catástrofe.


En el fondo, esa historia era una epopeya del humanismo civil: el hombre enfrentando el absurdo desde la razón, la empatía y la organización.

La invasión extraterrestre podía leerse como metáfora del imperialismo, de la Guerra Fría o del miedo nuclear, pero lo esencial era que la esperanza estaba distribuida.

No en un líder, sino en un grupo.





2. El medio como amenaza



En ese primer relato, Oesterheld anticipa una intuición comunicacional brillante.

La amenaza no llega como una bomba, sino como un medio: una nieve letal que cae silenciosa, una radio que transmite pulsos extraños, un televisor que puede ser usado por los invasores.

El peligro no es sólo la invasión, sino el modo en que los mensajes modelan la conciencia colectiva.

Es una lectura cercana a lo que luego la teoría comunicacional llamaría la “aguja hipodérmica”: el mensaje que penetra sin filtro crítico y condiciona el comportamiento.


En ese sentido, El Eternauta no era sólo una historia de ciencia ficción: era una metáfora sobre la colonización mental, la alienación mediática y el valor de resistir desde la humanidad compartida.





3. El cambio de época y el giro interior



Dos décadas después, en 1976, Oesterheld escribe El Eternauta II desde un país desgarrado.

Perseguido por la dictadura, con sus hijas militando en Montoneros y la represión militar alcanzando todos los ámbitos de la vida, el autor ya no escribe desde la esperanza del ciudadano, sino desde la fe del combatiente.


La secuela rompe con todo lo anterior: Juan Salvo reaparece, pero ya no es el vecino solidario.

Es un iluminado, un líder revolucionario que habla en un lenguaje de redención y sacrificio.

Ha pasado del “nosotros” al “yo que guía”.

Ya no duda, no dialoga, no se equivoca.

Su misión no es sobrevivir: es liberar.

Y quien no lo sigue, queda fuera del sentido.





4. El profeta y la santificación



En El Eternauta II, Salvo “santifica” a sus compañeros de lucha.

Les confiere una especie de pureza trascendente en la entrega total.

El héroe común ha sido reemplazado por el profeta armado, una figura casi mística, que mezcla el lenguaje del marxismo y la teología del sacrificio.


La historia ya no busca representar la experiencia del lector, sino formarlo ideológicamente.

El héroe ha dejado de encarnar la humanidad para encarnar la Verdad.

Y en esa transformación, Oesterheld se distancia de su propio hallazgo narrativo: la humanidad imperfecta que encontraba sentido en la cooperación.





5. La paradoja del medio



Paradójicamente, Oesterheld —que en la primera obra había denunciado el control mental ejercido a través de las ondas, la radio y la nieve tóxica—

ahora usa la historieta como un medio hipodérmico inverso, una herramienta para despertar conciencia revolucionaria.

Si en la primera parte los Manos manipulaban con pulsos, en la segunda Juan Salvo emite los suyos: el mensaje redentor del hombre nuevo.

La historieta pasa de ser un espejo crítico a ser un púlpito.

El medio deja de problematizar el mensaje y se convierte en el vehículo del dogma.





6. El costo del mesianismo



El resultado es una obra desbordada de pasión política, pero también de autoritarismo simbólico.

El héroe que había humanizado la épica se convierte en una figura infalible, incapaz de error o contradicción.

La tragedia original —el hombre común que resiste lo imposible— es reemplazada por la prédica del elegido que no puede fallar.


Y allí, en esa distancia, se refleja la tragedia del propio Oesterheld:

un humanista devorado por la lógica mesiánica de su tiempo, un narrador que quiso despertar conciencias y terminó anunciando su propio sacrificio.

Poco después de escribir la obra, él mismo desaparecería, como si se hubiera fundido con su héroe.





7. Coda: el silencio del hombre común



Leído hoy, El Eternauta II no es sólo una historieta política, sino un documento emocional.

Muestra el pasaje de la resistencia civil al dogma total, de la democracia narrativa a la verticalidad del credo.

Y sin embargo, en su exceso, también conserva una verdad conmovedora:

la necesidad desesperada de que la palabra todavía sirva para cambiar el mundo.


Quizás por eso, al volver a leer ambas obras juntas, uno percibe el eco del primero en el segundo:

bajo el mesianismo, todavía late la pregunta del hombre común —la pregunta por el sentido, por la comunidad, por lo humano.





8. El efecto por sobre el ego



Toda obra que busca transformar algo corre el riesgo de no controlar sus efectos.

Oesterheld creía que podía despertar conciencia, pero terminó ofreciendo un símbolo que podía ser leído también como una incitación al sacrificio absoluto.

El arte, cuando toca la pulsión colectiva, deja de pertenecerle al autor: se convierte en un organismo memético que habita en quienes lo leen, lo reinterpretan, o lo deforman.


En esa línea, la pregunta no es sólo qué quiso decir el autor, sino qué puede producir su obra en otro, especialmente cuando opera sobre emociones extremas como la injusticia, la alienación o la redención.

El problema ya no es el ego del creador, sino la imprevisibilidad del efecto.


El siglo XXI lo muestra con crudeza: cuando una ficción como Joker de Nolan o V for Vendetta convierte la marginalidad en espejo del espectador, siempre hay una posibilidad de identificación desbordada.

Un individuo puede confundir la metáfora con el mandato.

La historia del cine, la política y la religión están llenas de ejemplos en los que un símbolo liberador se transforma en consigna destructiva.


Por eso, la pregunta ética que hoy debe acompañar a cualquier narrador no es “¿qué quiero decir?”, sino “qué tipo de energía estoy liberando”.

Cada relato es, en cierto sentido, una tecnología de propagación emocional.

Y cuando el arte trabaja con los lenguajes del poder, la fe o la violencia, debe hacerlo con consciencia ecológica del efecto, sabiendo que las imágenes son virus semánticos capaces de contagiar acción.


En un contexto donde la inteligencia artificial y los sistemas globales de datos configuran nuevos centros de control —como podría ser ese hipotético “Stargate” argentino, base de OpenAI convertida en símbolo de invasión o resistencia—, el creador se enfrenta a una paradoja similar a la de Oesterheld:


usar la narrativa como arma de conciencia sin convertirla en dogma o detonante.


Si un remake contemporáneo de Robotech: Mospeada propusiera destruir ese “centro” como metáfora de emancipación humana frente a la IA, habría que preguntarse:

¿sería leído como una alegoría o como una invitación literal a la violencia?

Esa ambigüedad es el espacio donde el arte se convierte en riesgo.

Y, como en toda alquimia, el poder de la obra depende del equilibrio entre energía simbólica y responsabilidad del emisor.


El artista puede ser un canal, pero no un dios.

No controla el destino del mensaje, pero puede elegir con qué intención lo lanza al mundo.

El efecto, como el eco del Eternauta que nunca vuelve del futuro, seguirá su curso —y ese curso es lo que define si una obra es emancipadora o peligrosa.




Revista Coco — Año 2025

Arte, psique y tecnología en la era de la conciencia compartida.





 
 
 

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© 2025 by Marcelo Gallo de Urioste, Licenciado en Psicología. 

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