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Cada hijo con su propio manual biológico: temperamento, genética y acompañamiento consciente

  • Writer: Marcelo Gallo
    Marcelo Gallo
  • Oct 6
  • 12 min read


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Por Lic. Marcelo Gallo de Urioste





1. Introducción: del modelo universal de crianza al acompañamiento diferencial



Durante gran parte del siglo XX, la psicología infantil intentó describir el desarrollo humano como un proceso lineal, universal y relativamente predecible. Desde los estadios psicosexuales de Freud hasta las etapas del desarrollo cognitivo de Piaget o los estadios psicosociales de Erikson, se asumía que la infancia recorría trayectorias comunes y que las diferencias individuales podían entenderse como desviaciones, adelantos o retrasos dentro de una norma esperada.

Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX comenzó a evidenciarse algo más complejo: los niños no solo crecen en tiempos distintos, sino que sienten, reaccionan y se autorregulan de maneras profundamente diversas.


Ese cambio de paradigma tuvo múltiples fuentes. Los estudios de Thomas y Chess (1956) sobre el “temperamento infantil” mostraron que algunos niños, desde sus primeros meses de vida, reaccionaban con facilidad al cambio y eran activos y positivos, mientras que otros se angustiaban ante estímulos nuevos o requerían más tiempo para adaptarse. Estas diferencias no podían explicarse solo por la educación o las condiciones ambientales: parecían estar inscritas en el modo mismo en que el sistema nervioso respondía al entorno.

De allí nació la idea de que cada niño trae consigo un “manual biológico” —un conjunto de disposiciones innatas que configuran su sensibilidad, su ritmo, su nivel de energía y su manera de vincularse con el mundo.


Con el tiempo, esta intuición fue consolidándose con hallazgos de la genética conductual, la neurociencia afectiva y la epigenética. Hoy sabemos que una parte sustancial del temperamento tiene una base hereditaria: la biología no determina quiénes somos, pero establece un rango de posibilidades dentro del cual la experiencia nos moldea.

Acompañar a los hijos, entonces, no es moldearlos a nuestra imagen, sino reconocer sus coordenadas internas y acompañar su despliegue de manera sensible y flexible.


Como escribió Donald Winnicott (1965), “un niño se convierte en sí mismo en la medida en que el ambiente le permite existir tal como es”.

Esta frase, tan simple como honda, resume la tarea del adulto contemporáneo: comprender que educar no es corregir la naturaleza, sino colaborar con ella.





2. Orígenes del concepto de temperamento: de Hipócrates a la psicología moderna



El término “temperamento” tiene raíces en la medicina antigua. Hipócrates (siglo V a. C.) y su seguidor Galeno propusieron que las diferencias individuales en el carácter y el comportamiento se debían a la proporción de cuatro fluidos corporales —sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema—, dando origen a los famosos tipos sanguíneo, colérico, melancólico y flemático.

Aunque hoy esta teoría de los “humores” está superada, su intuición básica —que hay diferencias constitucionales estables entre las personas— ha persistido a lo largo de los siglos.


Durante el Renacimiento y la Ilustración, el temperamento siguió vinculado a la fisiología, pero comenzó a concebirse en relación con la moral y la educación. En el siglo XIX, con el auge de la medicina y la neurología, autores como Alexander Bain y Wilhelm Wundt retomaron la idea desde una perspectiva experimental: el temperamento era visto como la base afectiva y energética sobre la cual se asienta la personalidad.


En el siglo XX, la distinción entre temperamento y carácter se consolidó.


  • Temperamento designa los aspectos biológicos, emocionales y relativamente estables de la conducta.

  • Carácter refiere a los patrones adquiridos, modulados por la cultura, la experiencia y la educación.



En 1956, Alexander Thomas y Stella Chess lanzaron en Nueva York el New York Longitudinal Study (NYLS), un proyecto pionero que siguió a un grupo de niños desde su nacimiento durante más de tres décadas. Este estudio demostró que las diferencias de temperamento podían identificarse muy temprano y se mantenían de forma relativamente estable a lo largo del desarrollo.

Los investigadores clasificaron a los niños en tres grandes categorías:


  1. “fáciles” (adaptables, de humor positivo),

  2. “difíciles” (irregulares, reactivos, con estados de ánimo negativos), y

  3. “de lenta adaptación” (cautelosos ante lo nuevo, pero capaces de ajustarse con tiempo).



La principal conclusión del estudio fue que no existe un temperamento “bueno” o “malo”: lo importante es la “bondad de ajuste” (goodness of fit) entre las características del niño y las demandas del entorno. Un niño con alta sensibilidad puede prosperar en un ambiente predecible y contenedor, pero sufrir en uno caótico o demasiado exigente.


Esta noción —la de ajuste entre biología y ambiente— anticipó los modelos contemporáneos de interacción gen-ambiente y de sensibilidad diferencial que dominarían la investigación décadas después.





3. Del temperamento a la personalidad: definiciones contemporáneas del constructo



En psicología contemporánea, el temperamento se entiende como el conjunto de diferencias individuales en reactividad y autorregulación que tienen base biológica y aparecen temprano en la vida (Rothbart & Bates, 2006).

Mary K. Rothbart propuso uno de los modelos más influyentes, integrando la neurociencia con la observación conductual. Según su teoría, el temperamento está compuesto por tres grandes factores:


  1. Afectividad negativa (tendencia a experimentar emociones como miedo, frustración o tristeza).

  2. Surgencia o extraversión (búsqueda de estimulación y energía social).

  3. Control del esfuerzo (capacidad para regular impulsos y dirigir la atención).



Estos sistemas interactúan y se desarrollan a medida que madura la corteza prefrontal, lo que permite entender el temperamento no como una estructura fija, sino como un conjunto de disposiciones dinámicas que orientan la experiencia y la acción.


La neurociencia afectiva (Panksepp, 1998; Davidson, 2000) reforzó esta idea al identificar circuitos emocionales básicos en el cerebro —de aproximación, evitación, ira, juego, apego— que varían entre individuos por diferencias genéticas y experiencias tempranas.

A su vez, la genética conductual mostró que entre el 30 % y el 60 % de la variabilidad en rasgos temperamentales puede atribuirse a factores genéticos, según estudios de gemelos y adopciones (Saudino, 2005; Plomin et al., 2016).


Sin embargo, esta heredabilidad no significa determinismo: lo que los genes ofrecen es una predisposición que se expresa de manera diferente según el contexto.

La investigación actual enfatiza que el temperamento y el ambiente forman un sistema de retroalimentación constante. La crianza, la cultura y las experiencias sociales modelan la expresión de esos rasgos, amplificando algunos y atenuando otros.


Como señala el psicólogo Jerome Kagan (1994), “el temperamento es el telón de fondo sobre el que la experiencia escribe su historia”.



Perfecto 🌿

Continuemos con la segunda gran sección del artículo, donde el texto entra en la dimensión biológica contemporánea: genética, epigenética, sensibilidad diferencial y transmisión intergeneracional del temperamento.





4. Temperamento y genética: de la herencia conductual a la epigenética



A partir de la segunda mitad del siglo XX, el desarrollo de la genética conductual transformó la comprensión del temperamento.

Los estudios de gemelos idénticos y fraternos permitieron estimar la heredabilidad de distintos rasgos psicológicos. Robert Plomin, uno de los pioneros en esta área, demostró que la variabilidad individual en rasgos como extraversión, neuroticismo o impulsividad tiene una heredabilidad media entre el 40 % y el 50 %, lo que indica que los genes tienen una influencia significativa pero no absoluta.


El descubrimiento del genoma humano y el posterior desarrollo de la genómica conductual permitieron identificar ciertos polimorfismos genéticos asociados con diferencias temperamentales. Uno de los más estudiados es el gen MAOA (monoamino oxidasa A), implicado en la regulación de la serotonina y la dopamina. Caspi et al. (2002) mostraron que los niños con una variante de baja actividad del MAOA eran más propensos a desarrollar conductas antisociales solo si habían sufrido maltrato infantil. Si el entorno era protector, esa predisposición no se expresaba.

Este hallazgo marcó un punto de inflexión: el temperamento no podía entenderse solo desde la biología ni solo desde el ambiente, sino en función de interacciones dinámicas gen-ambiente (G×E).


El avance más revolucionario provino de la epigenética conductual, campo que estudia cómo las experiencias modifican la expresión génica sin alterar la secuencia del ADN.

Michael Meaney y Moshe Szyf (2005) demostraron, en modelos animales, que las crías de ratas cuyas madres las lamían y cuidaban con frecuencia desarrollaban una menor reactividad al estrés y una regulación más estable del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal (HPA).

Estas diferencias se explicaban por mecanismos epigenéticos: el contacto materno modificaba químicamente la activación del gen del receptor de glucocorticoides, alterando la sensibilidad al cortisol a largo plazo.


Estudios posteriores sugirieron que procesos semejantes ocurren en humanos. La calidad del apego temprano, el estrés parental o la exposición a violencia pueden dejar marcas epigenéticas duraderas que influyen en la regulación emocional y el comportamiento (Champagne, 2010).

Así, la biología ya no es destino sino memoria: una memoria que puede escribirse y reescribirse con el entorno.





5. Sensibilidad diferencial y plasticidad: los “niños orquídea” y los “niños diente de león”



A comienzos del siglo XXI, la psicología evolutiva integró estos hallazgos en el modelo de la sensibilidad diferencial (Belsky & Pluess, 2009).

Esta teoría propone que las diferencias individuales en reactividad biológica no solo explican vulnerabilidad ante ambientes negativos, sino también una mayor capacidad de florecer en contextos positivos.

En otras palabras, las mismas características que vuelven a algunos niños más susceptibles al estrés los hacen también más receptivos al apoyo y la estimulación.


W. Thomas Boyce y Bruce Ellis (2005) introdujeron la célebre metáfora de los niños diente de león y los niños orquídea.

Los primeros son resistentes: prosperan casi en cualquier entorno.

Los segundos son frágiles, pero en condiciones adecuadas desarrollan una belleza y una complejidad excepcionales.

Ambos tipos son parte de la variación humana y reflejan estrategias adaptativas complementarias dentro de la especie.


Neurobiológicamente, la sensibilidad diferencial se relaciona con sistemas dopaminérgicos y serotoninérgicos implicados en la motivación y la respuesta al refuerzo, así como con patrones de activación autonómica y cortical más intensos ante estímulos emocionales.

Estos perfiles no deben interpretarse como “problemas”, sino como distintos modos de procesamiento.


Desde el punto de vista educativo y clínico, esta perspectiva invita a reemplazar la pregunta “¿cómo lo cambio?” por “¿qué entorno necesita este niño para autorregularse y desplegar su potencial?”.

El adulto deja de ser un moldeador para convertirse en un curador de contextos.


Thich Nhat Hanh lo expresaría en términos poéticos: “Cuando regás una flor, no la empujás para que crezca; solo le das agua y luz”.

Esa es la esencia de acompañar según el temperamento.





6. Transmisión intergeneracional del temperamento: espejo, resonancia y conflicto



El estudio de la herencia del temperamento no puede separarse del modo en que las características temperamentales de los padres interactúan con las de sus hijos.

La transmisión intergeneracional no es solo genética, sino también emocional y epigenética.


Desde la perspectiva de la genética conductual, padres e hijos comparten una fracción sustancial de su variabilidad genética, lo que significa que es probable que un progenitor ansioso, introvertido o impulsivo vea reflejados esos rasgos en su descendencia.

Sin embargo, lo verdaderamente decisivo es cómo el adulto interpreta y gestiona esa semejanza.


Cuando el temperamento del hijo coincide con el del padre o la madre, puede producirse una resonancia empática: el adulto comprende intuitivamente las necesidades del niño porque las ha sentido en su propia piel.

Pero también puede emerger una espejación ansiosa, en la que el adulto reacciona con irritación o miedo ante comportamientos que evocan sus propios conflictos no resueltos.

Por el contrario, cuando las configuraciones temperamentales son muy distintas —por ejemplo, un padre expansivo y extrovertido con una hija retraída y sensible— el riesgo es el malentendido relacional: el adulto interpreta la quietud como timidez patológica o la intensidad como desafío.


Estas tensiones cotidianas son terreno fértil para la transmisión epigenética y emocional.

La investigación sobre estrés parental muestra que la calidad de la regulación emocional del adulto afecta directamente la fisiología del niño.

Los estudios de Seth Pollak y Megan Gunnar (2010) señalan que los niños expuestos a altos niveles de estrés parental presentan variaciones en la reactividad del eje HPA y en los patrones de metilación de genes asociados a la regulación del estrés.

Así, la historia afectiva de una generación puede convertirse en la biología de la siguiente.


Desde una mirada psicológica, Winnicott (1960) hablaba del “ambiente suficientemente bueno”: un entorno que no es perfecto, pero sí sensible a las necesidades del niño.

Cuando un padre o madre logra reconocer que su hijo no es un reflejo de sí mismo sino un sujeto diferente —con su propio ritmo, su forma de sentir, su manera de estar en el mundo—, interrumpe la cadena de repeticiones inconscientes y abre espacio a la individuación.


La transmisión intergeneracional del temperamento, por tanto, no es inevitable: puede transformarse mediante la conciencia y la empatía intergeneracional.

Educar, en este sentido, es también un acto de reparación.


Darwin, en La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (1872), ya intuía esta continuidad: las emociones se heredan, pero también se modifican con la experiencia.

Cada generación introduce una variación, un matiz, una posibilidad nueva.

Esa es la evolución a escala íntima.



7. Implicancias clínicas y educativas: acompañar en lugar de moldear



Los hallazgos sobre temperamento, sensibilidad diferencial y transmisión intergeneracional obligan a replantear las prácticas de crianza, educación y psicoterapia infantil.

Durante décadas, gran parte de los modelos educativos y clínicos se centraron en corregir conductas, asumiendo que los niños debían ajustarse a un ideal de normalidad funcional.

Sin embargo, la evidencia contemporánea muestra que este paradigma de homogeneización genera más sufrimiento que aprendizaje.


El reconocimiento de la diversidad temperamental exige una pedagogía y una clínica basadas en la sintonía más que en la norma.

No se trata de un relativismo sin límites, sino de una comprensión más precisa de las necesidades neuropsicológicas de cada niño.

Un niño altamente reactivo, por ejemplo, necesita predictibilidad y seguridad para desplegar su capacidad cognitiva; mientras que uno con bajo nivel de activación puede requerir novedad y desafío para mantenerse motivado.


Desde la práctica clínica, esto implica abandonar el enfoque de “control de conducta” y adoptar uno de regulación conjunta.

El terapeuta o el educador funcionan como co-reguladores temporales que prestan su sistema nervioso más maduro para ayudar al niño a modular su propio estado fisiológico y emocional.

Esta idea, sustentada por la teoría polivagal (Porges, 2011), muestra que la seguridad emocional no se enseña con palabras, sino que se transmite a través del tono de voz, la mirada, el ritmo y la disponibilidad corporal del adulto.


En el campo educativo, el paradigma de las “inteligencias múltiples” (Gardner, 1983) fue un primer paso para reconocer la diversidad de talentos.

Hoy se amplía con la noción de diversidad neurotemperamental: distintas configuraciones del sistema nervioso que requieren distintos estilos de aprendizaje.

Un aula sensible a los temperamentos no busca uniformidad, sino sinfonía: la integración de diferentes ritmos en una misma melodía social.


En términos familiares, acompañar en lugar de moldear significa observar sin proyectar.

Significa reconocer que un niño no se educa “desde arriba”, sino a través del vínculo.

Como plantea el psicólogo Daniel Siegel (2012), el cerebro infantil se desarrolla en interacción con otros cerebros: la calidad del vínculo define la arquitectura sináptica que sustenta la identidad.


Cuando los adultos comprenden que el temperamento del niño no es un error a corregir sino un lenguaje a traducir, se abre un espacio de respeto profundo.

En lugar de preguntar “¿por qué es así?”, se pregunta “¿qué necesita para sentirse seguro y expresarse plenamente?”.

Ese desplazamiento epistemológico —de la causalidad a la comprensión— es quizás uno de los aportes más importantes de la psicología contemporánea al arte de criar.





8. Conclusión humanista: la crianza como etología amorosa



El estudio del temperamento y de la sensibilidad diferencial devuelve a la psicología una humildad biológica que había perdido.

Cada niño, como cada organismo, responde a su entorno según un diseño particular que la evolución ha tejido a lo largo de millones de años.

Educar, en este sentido, es participar de un proceso evolutivo vivo: la transmisión de la vida a través del cuidado.


La metáfora del “manual biológico” resume esta idea.

No nacemos con un manual general de instrucciones, sino con una diversidad de configuraciones que exigen ser comprendidas.

Algunos niños son orquídeas, otros diente de león, otros robles o sauces.

No hay jerarquía en esa diversidad, sino complementariedad: la riqueza de la especie depende precisamente de esa variabilidad.


La psicología contemporánea, al integrar la genética, la neurobiología y la fenomenología del vínculo, nos invita a superar el dualismo entre naturaleza y cultura.

No criamos “contra” la biología ni “según” ella, sino con ella.

El acompañamiento consciente consiste en leer las señales de ese manual interno y crear ambientes donde cada niño pueda desplegarse dentro de su rango de bienestar y curiosidad.


Donald Winnicott (1960) escribió que el gesto más humano del amor parental es “sostener sin invadir”.

Esa frase podría ser el lema de la educación del futuro.

Porque acompañar a los hijos a ser lo que son —y no lo que esperamos que sean— implica confiar en que la vida sabe más que nosotros.


Thich Nhat Hanh diría: “Entender es otro nombre para amar”.

Y en el terreno del desarrollo humano, entender es recordar que el crecimiento no se fuerza, se acompaña.

El adulto sensible no empuja ni contiene demasiado: regula el clima emocional para que el organismo del niño florezca.


En ese equilibrio entre ciencia y ternura, entre biología y compasión, la crianza se convierte en una etología amorosa: la observación respetuosa de un ser vivo en su medio natural, con la conciencia de que ese medio somos nosotros.





Bibliografía (formato APA 7)



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